Columna: Comensales y meseros

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Por Tomás Cortese
Director de Ciudad Emergente

“Permanentemente ronda la pregunta por nuestra identidad, y ya podríamos ir concluyendo que no hay respuesta para tal pregunta, porque esa identidad la estamos recién definiendo. O reconstruyendo, si se prefiere // ¿Qué pasaría, por ejemplo, si en vez de aparentar historia nos abriéramos, y acordáramos que acá, como en ningún otro rincón del continente, se les respeta a todos por igual, como colonos de sus vidas y el entorno, y convocáramos empresas sin casta, artistas delirantes, mercados inusuales y riesgos de todo tipo? // Estoy seguro que no sólo sería divertido, sino que estupendo negocio”. (Patricio Fernandez Ch.)

No sé cuándo la publicó por primera vez, ni he sido capaz de rastrearla en la web para poner el link al texto completo, pero el hecho es que alguna vez Patricio Fernández, director de The Clinic, escribió una columna titulada “Una Idea Nomás”. Los extractos seleccionados arriba los encontré en un mail enviado hace exactos cinco años. No sé si Patricio Fernández seguirá pensando lo que escribió ahí pero bueno, como él mismo tituló, la cosa era sólo una idea y nada más.

Fernández se paraba en una verdad, a mi entender, fundamental, y es que Chile es un territorio joven, adolescente. Por lo mismo la pregunta por la identidad es tan recurrente como nuestra manía por mirar y compararnos con el primer mundo tal como un hermano chico mira al mayor con una mezcla de competitividad, envidia y admiración. El embarque en la ‘sociedad de consumo’ en Chile ha sido tan deseoso y abierto de brazos que contribuye a nuestra transparencia identitaria. Las nuevas tecnologías, ropas, herramientas y contenidos audiovisuales logran impactar nuestra cultura, o lo que para los efectos es más importante, nuestras prácticas, a una velocidad superior a cualquier esfuerzo por dirigirlas. Esto, más que combatirlo, podemos aprovecharlo.

Conversando hace unos días en una reunión de trabajo discutimos sobre la siguiente idea, que capturó nuestra imaginación: ¿Qué escogeríamos si se abriera una luz en el cielo (o algo por el estilo) y un poder omnipotente nos diera a elegir entre dos posibles cambios ´milagrosos’?:

Alternativa A, Reformar toda la ciudad para mejorar su infraestructura, aumentar sus áreas verdes, transporte público y diseño urbano para dejarla bella y funcional, a estándares de primer mundo.

Alternativa B, De un día para otro todos los habitantes de la ciudad quedarán dotados de una nueva cultura gracias a la cual comenzarán a actuar amablemente, cediendo el paso, saludando sonrientes, metiendo conversa, recogiendo la basura en el camino, barriendo la vereda, se abrirán a la diversidad de género, raza y credo, etc. Todo al estándar de cultura cívica del más feliz y próspero de los países de la OECD.

Si optáramos por la alternativa A se podría argumentar que semejantes cambios generarían de modo indirecto un efecto positivo en los hábitos de las personas, aumentando su calidad de vida y cultura cívica, logrando, de ese modo, A y B. Esto es potencialmente cierto. Con todo, con la opción B sería la cultura cívica misma la que, paulatinamente, va generando mejores espacios urbanos, hasta llegar a A. La opción B nos dejaría con gente empática desde el día uno, confiable, responsable: en definitiva con buenos socios para emprender juntos una mejor ciudad.

Concluimos que no dudaríamos mucho enfrentados ante una oferta tan improbable: tomamos la opción B. Eso porque creemos en la ciudad no como una colección más o menos ordenada de calles y edificios de distinto tamaño y función sino como una colección de personas (¡personajes!) en movimiento de un lado a otro portando sus hábitos y culturas particulares, impulsados por motivaciones personales y empeños más o menos colectivos. Creemos que lo que determina cuán amable es una ciudad pasa más por la actitud y cultura de nuestros vecinos, que por la calidad de su diseño urbano e infraestructura. Creemos que cuando B lleva a A, todo es más barato, sustentable y lo pasamos mejor en el camino.

Claramente no podemos esperar los milagros divinos del tipo que nos imaginamos en nuestra reunión y es por esto que en Ciudad Emergente andamos buscando todos los días atajos y fórmulas para lograr acercarnos al escenario ‘B’ lo más rápido posible. Tal vez por esto es que una de las iniciativas que más frecuentemente nos alegra el día es el ‘Malón Urbano’. El malón urbano es una instancia donde los vecinos de un barrio se reúnen en torno a mesas sacadas a la calle para compartir una comida, conocerse y conversar sobre problemas e iniciativas de interés común. En un par de años hemos ayudado a organizar cerca de 20 malones y, gracias a un manual tipo ‘hágalo usted mismo’ que colgamos en la web, muchos más se han realizado sin nuestra intervención. El malón (así, a secas) parte de una ´tecnología social’ muy simple y poderosa: la comida compartida. Esto es, cuando un grupo de personas se pone de acuerdo para que cada uno lleve su especialidad a la mesa y la sume con la del resto para armar la fiesta. Para que funcione, sin embargo, se requiere de cierta organización. No sea que todos lleven lo mismo o falte postre. Pero si hay un mínimo de coordinación cada uno hará un esfuerzo acotado y el resultado será casi ‘milagroso’… ya que estamos rondando la palabra. Este mismo principio es el que opera en los malones urbanos. Un pequeño esfuerzo se suma al de otros y el resultado es, las más de las veces, impresionante.

En Valparaíso se reunieron más de 16 mil botellas en cinco malones vecinales, las que hilvanadas por ellos mismos en largas cuerdas fueron a parar a la plaza Sotomayor en la forma de un gran ‘toldo’ de plástico. Durante la semana que duró la instalación, más de 20 mil personas fimaron una carta demandando infraestructura para reciclar. Pero lo más importante: varios barrios comenzaron a reciclar con la ayuda de recicladores informales, ésos de triciclo. Esa experiencia está expuesta por estos días en una exhibición en el MoMA de Nueva York dedicada a urbanismo ciudadano y creemos que es un testigo elocuente de lo que puede pasar cuando pensamos los temas urbanos desde la lógica del malón.

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Si la ciudad que importa para ser feliz la hacemos a partir de nuestros hábitos y actitudes, los que luego dan forma a nuestra identidad… si nuestra identidad la asumimos como una realidad joven, en construcción. Si vemos hormigón fresco y aún líquido ahí. ¿No es más fácil acaso aspirar a hacer real el escenario B, algo que, aunque difícil, está en nuestras manos?.

Tal como un malón bien hecho tiene el potencial de multiplicar los esfuerzos individuales, la ciudad puede ser abordada como un gran malón más que como un restorán donde un mesero te lleva el plato a la mesa. La ciudad emergente por la que invitamos a trabajar es un lugar donde los comensales y meseros somos todos y la multiplicación (más que la suma) de nuestros aportes discretos crea paulatinamente una nueva identidad, con gente que se conoce cada día un poco más entre sí y que usa las tecnologías de la información para conectarse e interactuar aún más. Una ciudadanía que, como imaginaba Fernández en su columna, empieza a atreverse a celebrar en conjunto la fiesta que ya viene celebrando en privado.

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